Las pocas y muchas razones que el hombre tiene para morir

viernes, octubre 15, 2004

Don Gabriel, Gustavo y yo.

Al día siguiente no tendría que trabajar y sentía esa extraña libertad de no cumplirle a la cotidianeidad, tomar un autobús e ir lo más lejos posible sin importar el destino final.
Mi compañero de viaje sería Gustavo, un amigo de la escuela. No teníamos un plan, la promesa era escapar pronto y no mirar atrás… olvidar el tiempo y la vida que estaría esperándonos ansiosa de tenernos de nuevo atrapados.
Después empacar unas cuantas cosas en una maleta prestada y guardar un libro ansioso por ser leído, emprendimos el viaje un jueves por la noche.
Marcando la ruta bajo presagio de un antiguo amor, llegamos a Las Cumbres en la sierra de Oaxaca. Ahí fue donde Gustavo dejó a la que probablemente será siempre el amor de su vida… Naima. Y aunque todos tengamos cientos de amores… siempre hay uno al que evocas, con el que supones en el imaginario personal lo que hubiera pasado si las cosas fueran diferentes. Y así, un día te vas en busca de un recuerdo del que pudo haber existido una gran historia.
Camino a las Cumbres, adquirí un nuevo compañero de viaje, Don Gabriel, avanzado el trayecto, iba descubriéndome poco a poco la historia de su vida.
En algún momento extraño, su historia y la mía llegaron a mimetizarse, mientras yo leía, sus palabras se hacían reales frente a mis ojos, lo que hizo que el viaje fuera más colorido e interesante. Nuestras historias poseían una dualidad atemporal, compartida y ajena al mismo tiempo.
Cuando llegamos a casa de Naima, por fin conocí a aquel amor perdido de Gustavo, una mujer que vive con una liviandad maravillosa que se transparenta a través de sus ojos.
Ella siempre fue amable y llenó el espacio de silencios cómplices con los que agradecía la visita y callaba sus sentimientos, al igual que Gustavo.
El final de ese día, lo viví en una hamaca, debajo de unos árboles grandes que parecían tocar el cielo, sus ramas dejaron colarse la luz hasta que la misma se agotó al trasponerse una enorme nube que empezó a desahogar su llanto con nosotros.
Ese fue un instante en el que, no importa cuanto llueva, no importa que tan mojado puedas estar, esperas que el momento no se acabe, no termine… no se vaya.
En silencio, yacíamos después en el camión rumbo a Tonalá, Chiapas. Arribamos a la terminal de madrugada y sin rumbo, con las calles frías y vacías. Ni un alma se asomaba, los hoteles permanecían abiertos con sus encargados roncando y esperando a que ningún viajero inoportuno les espantase el sueño.
Abrimos el mapa y encontramos un lugar llamado Boca del cielo, movidos por la curiosidad, en medio de la nada, caminamos hasta un lugar donde podríamos abordar una camioneta que nos llevaría hasta nuestro nuevo paraje.
El amanecer caía sobre nosotros en una carretera recta y de paisajes hermosos, podría ser el final del mundo si cualquiera pudiera asegurar que en esa ruta, no hay nada más que paisaje hermosos, con sus anocheceres y sus amaneceres, con viento y con lluvia, con cielos estrellados y atardeceres multicolores…
En medio del cansancio, llegamos a la población de San Mateo, lugar donde tomaríamos una lancha para poder llegar a Boca del cielo.
Boca del cielo es una bocana, una desembocadura del mar, la forma para llegar a ella es cruzando el mar muerto con la promesa de encontrar un poco más allá el mar abierto.
Al llegar a Boca del cielo, caminamos con ese deseo de estar de nuevo cerca del mar, de verlo como si nunca antes lo hubiéramos visto, para escucharlo y dejar que nos tocara.
Corrimos al mar, Gustavo, Don Gabriel y yo. Debía ser demasiado miserable dejar a Don Gabriel junto a la ropa sucia en una mochila de viaje, cuando bien podríamos reclinarlo entre la arena para que silenciosamente se sentara a disfrutar de la brisa y el paisaje.
Quisimos dar un paseo y así encontrar el final de la boca del cielo, justo donde el mar abierto se muere.
Las olas alcanzaban a tocar nuestros pies y nuestro andar se dibujaba con extrañas formas que el mar delineaba sobre la arena.
En el camino, había dos sillas juntas, mirando hacia el mar, nos detuvimos justo detrás de ellas para contemplar su contorno sobre la luz del sol, guardamos silencio y compartimos con ellas ese momento.
Seguimos nuestro camino y sólo había una silla, esperando… pidiéndole al mar que le devolviera lo que en algún momento fue de ella… el silencio se hacia presente como un extraño murmullo similar al que solemos hacer las personas cuando recordamos añorando.
Más adelante, estaban de nuevo las dos sillas, una de ellas, miraba hacia el mar con cierta esperanza de que la otra silla pudiera mirar hacia el mismo lugar por detrás de ella. La otra silla, miraba hacia donde el mar moría, era necia, estaba intacta e inmóvil…
Cercanos al final de nuestro recorrido, las dos sillas seguían mirando cada quién por su lado, una con esperanza y la otra con resistencia…alejándose cada vez más.
Seguimos caminando y sólo encontramos el final del mar abierto…el inicio del mar muerto… un círculo infinito que al darse vida, también se la niega.

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